Reescritura de un niño soñador

Crítica sin spoilers de Érase una vez en… Hollywood

 

Soy Tarantino y vengo a hacer el trabajo del diablo.

Q.T.

Esta famosa frase la pronunció el director de Knoxville el primer día de rodaje de su primera película cuando al llegar al set un actor de reparto le preguntó en voz alta quién era. Casi tres décadas y nueve películas después, el autor de aquella magistral Reservoir Dogs sigue manteniendo su palabra. No por la violencia, más bien por su reinterpretación personal (aquí la cosa va de reinterpretar) de ese viejo refrán: el diablo está en los detalles.

La vestimenta, la señalética vial, la matrícula de un coche, el nombre de los directores italianos con los que trabaja el protagonista, la figura decorativa en el mostrador de una librería, el libro que compra el personaje de Sharon Tate en dicha librería… Érase una vez en… Hollywood está llena de detalles. Algunos pueden verse como migas que marcan el desvío y no el camino, y otros simplemente están para deleite del espectador más exigente. La cinefilia que exuda la película bajo el brillante sol californiano es una delicia.

All the leaves are green

And the wall is red

I’ve been for a walk

On an august’s day

I’d be safe and warm

If I was not in LA

California dreamin’, The Mamas & the Papas, 1965

Cualquier cinéfilo, quien más, quien menos, detecta el descaro que Quentin Tarantino ha derrochado a lo ancho y largo de su filmografía cuando se trata de tomar referencias del cine que ama. Podemos imaginar al director sonriendo al clavar en su corcho aquella frase de Pablo Picasso: “los buenos artistas copian, los grandes artistas roban”. Valorar este rasgo de su obra en mayor o menor medida ya es cosa de cada uno. En mi caso, siempre le he considerado el mejor creador de puzles cinematográficos, una especie de Dr. Frankenstein del séptimo arte que da a luz unas criaturas divertidísimas. Paradójicamente, Érase una vez en… Hollywood quizás sea lo más cercano a una excepción dentro de este marco definitorio. Referencias hay a punta pala, por supuesto, pero en esta ocasión las referencias se exhiben, no se disimulan, percibiéndose a las claras el cariz de tributo que pretende aportar el autor, más honesto y consciente de su naturaleza artística que nunca. Además, lo que resulta más diferencial, estas referencias se localizan en la realidad y no en la ficción, se entretejen con armonía en el contexto histórico en lugar de parecer un conjunto de retales sin hilván. Por estos motivos, la última película de Tarantino se convierte, macerada también por la experiencia, en la más pura y personal del cineasta. En cierto modo, la más auténtica. En ella, los fragmentos de otras películas que se injertan en la trama también son suyos. Fragmentos que le permiten jugar con los formatos y dar rienda suelta a la nostalgia. Películas dentro de la película. En una pantalla de cine o en una televisión, historias dentro de la historia. Actores viéndose a sí mismos actuar para dibujarse a nuestros ojos, a través del mero acto de revisitarse y a través de las propias escenas que una vez interpretaron. Una sencilla y cuadrada matrioshka para brindar metacine al gran público.

Si sostienes un negativo a la luz, no ves la luz, ves el negativo, así es que soy un reflejo de sus negativos. No hay duda de eso.

Declaración de Quentin Tarantino al ser preguntado acerca del uso de sus innumerables referentes cinematográficos, Texas 1999

 

Como cabe esperar con una historia de esta índole, más aun en manos de Tarantino, la estructura del film no es convencional. Flashbacks, cortes cinematográficos espontáneos, una voz en off que surge a mitad del metraje, carteles clásicos de películas ficticias que acaparan la pantalla y sirven para explicar una etapa en la vida del protagonista… La propuesta busca sorprender, en forma y fondo. En la capacidad de dejarse sorprender y entrar al juego, así como en la capacidad de paladear detalles y referencias, tal vez esté la línea que separe los defensores y los detractores de la obra.

En cuanto a la fotografía y a los movimientos de cámara, se alcanza la maestría. O dicho de un modo juguetón: la novena, la sinfonía. Planos aéreos y planos reptiles que nos meten de lleno en ese mundo de luces, polvo y glamour que era el Hollywood de los sesenta. Pies quietos frente a la lente fetichista, pies en movimiento para seguirles el paso con interés. Un autocine, un rancho a medio olvidar o la mansión playboy en plena fiesta, todo a vista de pájaro voyeur. Mención especial al modo original que tiene la cámara de filmar cuando el protagonista se equivoca en escena y hay que repetir toma durante el rodaje de la película del oeste en la que trabaja. Se percibe suave y natural pero nuestra sonrisa nos dice que ha sido cine de cien quilates. También cabe destacar cierta secuencia de desahogo dentro de un camerino, cuando un DiCaprio en absoluto estado de gracia se reta a sí mismo mientras nos mira con furia directamente a los ojos, gracias a un espejo y a un ejercicio piramidal de luces y encuadre que rompe de forma magnífica la cuarta pared. Y si atendemos estrictamente a belleza fotográfica, la película alcanza su máximo esplendor en Hollywood Boulevard, cuando lo recorremos en descapotable o en la secuencia de encendido de letreros luminosos, neones que nos alumbran otra época justo en ese instante en que el día da paso a la noche y nos regala ese azul granulado imposible de atrapar en el tiempo o la memoria a base de parpadeos. Diría que solo estas dos preciosas secuencias ya justifican el visionado de la película.

Dando ahora un triple tirabuzón en el análisis, al aunar estructura del guion, montaje y fotografía, se puede apreciar en su verdadera magnitud la doble secuencia paralela sobre la que pivota la película. El actor Rick Dalton interpreta un western de verdad en un decorado falso mientras su doble de acción, Cliff Booth, interpreta un western ficticio en un decorado real. El cine vivido fuera de plató, la vida ensayada en escena. Metacine, carácter subtextual, espíritu del cineasta.

 

—La gente te mira hoy, más de veinte años después, y todavía no tiene ni idea. Dime, en esencia, ¿quién eres?

—… Todos. Soy todos. Soy una trampa, un holgazán, un vagabundo. Soy un furgón y un malabarista de vino. Y una navaja afilada. Si te me acercas…

Extracto de la entrevista al director realizada por  Cahiers de Cinemá con motivo del estreno de Kill Bill en Francia, 2003.

 

El resto de aspectos cinematográficos se resumen de forma sencilla. El enorme elenco de actores cumple con creces, al completo. Desde el dúo protagonista, interpretado con química por Leonardo Di Caprio y Brad Pitt, hasta el actor con la escena más breve, dígase por ejemplo Michael Madsen o Bruce Dern, pasando por el totémico Al Pacino o por la escandalosa Margot Robbie, cuya inocente sonrisa sublima plano a plano la ensoñación tarantiniana.

El apartado musical, en su línea. La selección es impecable. Todo el mundo conoce el buen gusto que manifiesta Quentin en las bandas sonoras y lo bien que funcionan. Pero la clave para que los temas que se escuchen en sus películas suban de categoría casi de inmediato en el imaginario colectivo y en la cultura pop no está tanto en el buen criterio como en el modo que se usan: los personajes en las películas de Tarantino disfrutan de la música. La interpretan, la bailan, la tararean o la silban. La sienten. Buenas canciones se cuelan en infinidad de películas pero pocas veces se sitúan de verdad en los labios, los oídos o el alma de los personajes. Y pocas cosas generan más empatía y buen rollo que ver a otro ser humano disfrutando con la buena música. Ahí está el verdadero secreto.

Look out

Helter Skelter, helter skelter

Helter skelter

Look out, ‘cause here Quentin comes

Helter Skelter – The White Album, The Beatles, 1968

Y a todo esto, ¿de qué trata Érase una vez en… Hollywood? Pues trata de la verdadera amistad entre dos hombres. Trata de bobinas de cine desenrollando sueños a 24 fotogramas por segundo. Trata del rescate de la inocencia americana, aquella que se fue para siempre con los asesinatos de La Familia. El viejo Hollywood salvando al nuevo Hollywood, y el nuevo volviéndole a abrir las puertas en recompensa. Érase una vez en… Hollywood es el regreso del mejor Tarantino. Es el amor al cine reemplazando el amor libre. Es el fuego elíptico de un lanzallamas. Es el placer culpable de reírte cuando estalla la violencia. Es la nostalgia y el disfrute de un tipo de cine perdido, de una filosofía de vida perdida. Érase una vez en… Hollywood es la divertida reescritura de un triste episodio de la Historia contemporánea según la mirada endiablada de un niño grande y travieso que tiene todo el cine grabado en las retinas, sin perder de vista la paradoja de que probablemente sin un Manson no hubiese habido un Tarantino. Pero ahí está el juego. Ahí está el truco. El sueño. Porque ya sea en una gran película o en una modesta crítica de cine, reinterpretar el pasado es soñar hacia atrás para vivir mejor hacia delante.

XH O XB

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