La artista en mi espejo

 

Su cara tiene forma de bellota, de una que ningún roedor se atrevería a esconder para sí mismo. Al verla, es imposible concebir un egoísmo semejante. Te percatas al instante de que, si bien podría ayudarte a pasar la época más dura, se trata de algo que debe ser visto, nunca acaparado, nunca guardado. Pudiera ser perfectamente la Strange fruit de la que hablaba Miss Simone en aquella canción. A algún otro, al contemplar su rostro, también le pudiera venir a la mente un corazón ensartado por una vieja flecha, cuyo mástil partido aún se atraviesa siguiendo la vertical trazada por su tabique nasal. En cualquier caso, sea cual sea la evocación que provoque el contorno, la piel refleja su arte. La refleja a ella. Y lo hace susurrando con colores todo un credo en una sola frase: “El lienzo de una pintora siempre ha de ser una misma.”

Sus complejidades interiores enchumban el pincel, las tonalidades de sus vivencias transpiran el papel. Las líneas se cruzan de aquí para allá y conforman un caos precioso, un caos pigmentado que reta al fisonomista. Salinas del recuerdo. Una vidriera de hielo y azúcar que contemplar a perpetuidad como bendita penitencia. No es perfecta, mejor aún: algunas imperfecciones las elige a posta.

Al observarla, descubres tu mejor primavera reflejada en un perfil, su peor otoño foliado en el otro. Y esa hojarasca suya resulta tan atractiva en tu imaginación como puedan antojarse en la nostalgia aquellos días de furor previos al estío. Luz y sombra para delimitar con frontera quebrada lo cálido y lo gélido, para remarcar la contradicción del artista, de fuerte arraigo. Porque fue Scott Fitzgerald quien dijo que un artista es un tipo que puede tener dos opiniones fundamentalmente opuestas al mismo tiempo y, a pesar de ello, seguir funcionando.

Admiras la forma que toma el poema de su pómulo derecho, una curva como la que deja el lametón del Atlántico en La Habana. Ahí se junta el verde de aquel moho descubierto en el cajón de su abuela siendo solo una cría que da sus primeros pasos con el marrón de la tierra húmeda que se llevó a la boca tras haberse perdido durante una excursión a la laurisilva. La punta de una nariz respingona que es todo arrojo y travesura adquiere el púrpura de la mujer lapona sobre la duna, aquella que puede entrar en calor a solas pero siempre extrañará los besos esquimales del mismo hombre. Debajo de la nariz y circundando la comisura izquierda de su boca, presenta una dermis arenosa, de un oropel desgastado por el roce de esa barba que se detiene más de lo debido y menos de lo disfrutado. Cerca también se puede apreciar el tono de las mandarinas que usó para combatir entre risas a unas amigas en una guerra de finca, de domingo y de valla traspasada. O el color ocre de aquel antiguo y faraónico condón metálico visto en un museo de El Cairo.

La artista en mi espejo. Metralla creativa. Cultura palpitante. Alexis HB

Los labios son malvas, y lo son desde que encontró su primer amor en una tarde agradable de su adolescencia, en un parque público que les había visto pasear en círculos igual que hámsteres en busca de San Valentín, que les había tatuado en la espalda los listones de cien bancos de madera. El reloj marcaba las siete y cinco cuando se besaron como lo hacen dos planetas justo en el momento de colisionar. Y la gente alrededor, en otra galaxia.

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En su mejilla izquierda, el rojo de un rubor que nunca se iría, un carmesí intenso que subió para quedarse tras escuchar la frase brindada por un muchacho enamorado:

—Si abres un poco más los ojos, me desmayo.

—¿Por qué?

—Impacta ver de repente todo lo que quieres en la vida.

Y es que sus ojos… En ocasiones sus ojos se muestran camaleónicos por piedad, por tratar de dosificar su auténtico color, pareciendo castaños, naranjas pálidos o de frambuesa amarga, incluso todo ese cromatismo desplegado a un tiempo, pero la mayoría de las veces exhibe su verde. Un verde especial que se transforma con la luz. Al alba, sus ojos son del verde pirata de las viejas Bahamas. Al mediodía, tienen el fulgor de una esmeralda gitana usada en la hipnosis de hombres insensibles. Al atardecer, poseen un tono relajante, picadillo de marihuana y briznas de césped de ciudad. Y al anochecer, el verde es el de una Amazonia fluorescente que no te observa sino te absorbe. Sus iris cambian ante tus ojos; la belleza permanece en los suyos. En todo momento. Para conseguirlo ha enrollado sus párpados a las cejas usando sus pestañas arqueadas a modo de argollas. De esta forma, su mirada curiosa siempre está ahí. Igual que la lágrima azul que se convirtió en estalactita bajo una luna para olvidar, recién cumplidos los veinte. Una esquirla de dolor pintada de un añil robado a la nobleza, y oscurecida de golpe. Se puede apreciar bajo su lagrimal derecho. La causa jamás será confesada. Ella sabe que aquello le hizo más fuerte. Sabe que una dama sin secretos solo es una mujer que saludar.

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Bajo el ojo con el que acostumbra a lanzar la mirada del alfil, el colorete solar no consigue disimular una marca rosada, la que dejó el dorso de dos dedos de un hombre que decía adiós con una suavidad insólita, inesperada, la del filo del sable que se desliza por el cuello con movimiento de pianista. Cuántas caricias a fondo perdido. Cuánto perdido en el fondo por caricias.

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Por aquello de seguir con tu vida, una majadería como cualquier otra, te dices que debes dejar de contemplarla. Aunque no va a ser fácil. Te salta hasta las pupilas, una y otra vez, toda esa metralla de arcoíris, sin poder evitarlo. Sin querer evitarlo. En el collage de retales zíngaros que es su cara, encuentras la confirmación de que el éxito solo es un cúmulo de fracasos bien combinados. Aunque esto solo sea obvio para unos pocos. Aunque esto solo sea consuelo para el camino.

No sigues mirando. Sabes que el caballete iguala la obra que sostiene, pero eso es otra historia. Bastante esfuerzo haces ya para darte media vuelta y marcharte. Te vas con la certeza de que ella es vertiginosamente profunda. Con las ganas de conocer el resto de su colorido, aquel que aún no se refleja por fuera. Porque ella es Rocío que sientes Diluvio.

Así, te alejas de su presencia con la necesidad imperiosa de soltar la verdad, tu nueva verdad, de gritarle a su cara fascinante la siguiente confesión convencida:

“Si un reTo no T tiene, solo soy un reo”

 

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Persona era el nombre dado a las máscaras teatrales en la antigüedad, lo que originó las voces lingüísticas persona y personaje, en términos etimológicos. Con esto presente, la personalidad podría ser la careta que nos creamos para mostrar al mundo. Ahí reside una especie de paradoja que el artista no puede dejar de indagar. A veces intenta desentrañar el misterio a través del autorretrato, como el que se muestra arriba. Pertenece a una artista fantástica que me cedió con gusto la imagen para que aquellos que usamos la palabra en lugar del color nos desahoguemos con la expresión de nuestras propias ficciones.

Mil gracias.

 

XH O XB

 

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