FICLPGC 20 Aniversario: Blanco y blues

Críticas: Blanco en blanco / Kaili blues

 

BLANCO EN BLANCO

2019 / España, Chile, Alemania / Théo Court

Canarias Cinema – Largometrajes

Blanco en blanco no es una película amable, ni recomendable para todas las retinas y sensibilidades. El propio título captura muy bien su esencia y su ausencia. Es cine autoral, tan alejado de una película comercial como los páramos fríos y aislados de su entorno fílmico pueden estarlo de la civilización. Su director de fotografía y productor, José Alayón, antes de la proyección de la película quiso destacar su atmósfera, y con razón. El frío se contagia, para bien o para mal. El sopor en el que vive sumido el protagonista se traspasa, para bien o para mal. El blanco se inocula, para bien o para mal. El argumento de la película sería un rastro en la nieve, uno que cuesta seguir porque se va cubriendo con más copos. Un fotógrafo llega a una pequeña isla para hacer un retrato a la prometida del cacique local. Ella apenas coquetea con la adolescencia y su adolescencia apenas coquetea con el mundo, y él es como un dios; en boca de todos, en presencia de nadie. La niña provoca un efecto perturbador en el fotógrafo y, a partir de ahí, todo lo que sucede, con la violencia hacia los indígenas como detonador central, viene a demostrar la incapacidad del hombre de conservar su humanidad cuando la crueldad le cerca el tiempo suficiente.

La obra la han clasificado como un neo western, pero esa etiqueta empieza a no pegar en según qué superficies. Sobre estos fotogramas níveos y boscosos, carentes de otros elementos identificativos del subgénero, creo que la etiqueta resbala y se pierde. No esperen algo parecido a un final, porque no hay algo parecido a un desarrollo. Pero lo que sí pueden esperar es una fotografía sobresaliente, fantasmagórica y desoladora por momentos, cálida y envolvente en otros, opresiva en los planos cerrados y opresiva también en las muchas panorámicas que reflejan la tiranía de la belleza, la sensación de soledad abrumadora que trasuda el paisaje. Un paisaje al que José Alayón le saca máximo partido, brindándole el tiempo adecuado al plano, desmarcándose de cinematografías habituales, siempre personal y de encuadre creativo. También pueden contar con un protagonista interpretado por un actor de altura, el chileno Alfredo Castro, cuya voz quizás sea su rasgo más distintivo, calmada, susurrante y ambigua al parecer edulcorada con veneno, acostumbrada a entrar por nuestros oídos como si usásemos un algodón de azúcar como bastoncillo, con todas las sensaciones que eso puede provocar.

Además de fotografía y protagonista, cabría resaltar el disfrute de un par de escenas memorables. Si esta tríada de virtudes justifica o no su visionado ya es algo que dejo a cuenta y riesgo de cada uno. Así quizás solo se aventuren en Tierra de fuego los verdaderos colonos de la cinefilia.

 

KAILI BLUES

2015 / China / Bi Gan

Antología 20 Aniversario

En Kaili blues el tiempo se mueve como los eslabones de una cadena rota sumergidos en un océano de miel. Pasado, presente y futuro en un deslavazado y confuso proceso de sedimentación. Hasta que no se ha visto Kaili blues no se ha visto una película verdaderamente cercana a la ensoñación. Transcurrida una parte del metraje, nos encontramos en un estado contemplativo que raya la hipnosis. Atrapados en la melaza, vamos procurando reunir, identificar y poner en el orden correcto los eslabones mientras se hunden, pero no se consigue siempre. Tampoco importa. El arte es mejor sentirlo que comprenderlo. Y lo cierto es que, en lugar de estar en una sala de cine, nos sentimos en vigilia y de viaje por esa China rural abandonada a su suerte. Son esas ruinas domésticas y ese entorno a medio construir, a medio derruir, que emparenta a Bi Gan con otros compatriotas y coetáneos como Jia Zhangke, aunque el arte del cineasta de la obra que nos ocupa resulte más personal, más poético y más talentoso, para el que escribe. El universo que Bi Gan ha desplegado y demostrado suyo con solo dos obras, Kaili blues (2015) y Largo viaje hacia la noche (2018), resulta fascinante. El protagonista se desdobla en su memoria en varios personajes y las gargantas verdes, los ríos y los edificios de polígono, a una sola detonación del olvido, se antojan el decorado elegido por un Morfeo comunista que perdió al pueblo con el sueño. Todo envuelto por esa neblina mañanera que se mezcla con el gris grafito que llega de las grandes ciudades industriales para lograr ese color pesimista en el aire que impregna cada rincón del gigante asiático. La lente de Bi Gan no evita el filtro natural, ni lo pretende. La traslocación se culmina con los poemas cortos que se declaman en voz en off, incluidos en el poemario escrito por el protagonista tiempo atrás. Versos que van ganando lirismo, belleza y contexto a medida que avanza la película.

Como ocurriera con Blanco en blanco, aquí es inútil tratar de fijar un argumento: los sueños no lo tienen. En su lugar escuchamos trenes que nunca pasan, para luego verlos atravesar una habitación pordiosera y llena de trastos, justo al lado de un hombre sentado a una mesa, en una secuencia de una técnica exquisita, un efecto tan logrado que consigue engañar a nuestros ojos. En realidad, todo lo que tiene que ver con trenes en la película es una maravilla, incluida esa forma que encuentra un joven personaje de hacer que el tiempo vaya para atrás, rubricando una última escena memorable. Antes, vemos a un niño que se pinta en la muñeca relojes de pulsera, admiramos la imaginación que la pobreza desarrolla por necesidad o por tedio, o contemplamos una catarata que tabica con ruido y agua el lateral de una chabola oscura, donde se cuenta que una pareja bailaba todo el tiempo por no poder escucharse al hablar. En definitiva, con sus verdades y sus ficciones, soñamos la vida de un hombre. O lo que pudo haber sido. Habría que remodelar los recuerdos hasta su forma original. Habría que descifrar las runas que se inscriben en el fondo de un océano de miel.

xHoxB

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