24º FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE LPGC: Santo neón, bendito indie

Texto acerca de Holy Electricity

 

Holy Electricity

(Tsminda elektroenergia)

2024 / Georgia / Tato Kotetishvili

SECCIÓN OFICIAL

Ayer se produjo un apagón masivo en casi todo el país y hoy por la mañana asisto al primer pase de una película titulada Holy Electricity. Parafraseando a Morfeo: la vida no está carente de cierta ironía.

Con esta filosofía y este punto sutil de humor es recomendable entrar a ver la película georgiana que nos ocupa, más que nada para estar en el mismo mood. Porque si algo desprende esta película humilde, es una simpatía particular, la que es propia de gente que está de vuelta de todo. Gente variopinta que a pesar de los palos y los problemas conserva cierta sensibilidad y algún que otro sueño, además de la empatía necesaria para la convivencia en los márgenes.

<<Que aquellos que nunca han derramado una lágrima sobre una almohada o nunca han escrito un poema de amor siendo niño no hagan este brindis.>>

Palabras de un anciano lugareño pronunciadas durante una comida con amigos

Holy electricity está protagonizada por Bart y Gonga, dos vendedores ambulantes de objetos de segunda mano, la mayoría encontrados en vertederos y desguaces. En un momento dado, entre la chatarra encuentran un baúl lleno de cruces metálicas de diferentes tamaños. Tras pintarlas y añadirles luces led, se ponen a venderlas a puerta fría por las calles de Tiflis. Los encuentros que se producen con el vecindario y el deambular restante de los protagonistas por los suburbios de la capital georgiana se convierten en trama, aliciente y película. Lo son todo. Existe algo parecido a un par de líneas argumentales que apuntan una historia, pero se les dedica muy poco metraje y en el final una no tiene desenlace y la otra lo tiene demasiado brusco. Pero si lo que digo parece un aspecto negativo de la obra, lo digo con la boca pequeña. En realidad, no es el tipo de película que precise un guion consistente. Se trata de ese tipo de cine que con su autenticidad te adentra en una ciudad y una realidad ajena. Un viaje de los de verdad, de los de callejear, de viajeros que ven y disfrutan lo que encuentran y no de turistas que ven solo lo que han decidido visitar. Sin movernos de las butacas, somos viajeros por esos mercadillos, por esos descansillos de edificios medio en ruinas, conociendo y confraternizando con esa clase de pobreza que acostumbra a mostrarse tan abierta, tan risueña. Tan humana. Chatarreros, buscavidas, músicos, gitanas, amas de casa, matones, travestis; todos igual de pobres y, sin embargo, igual de ricos en espíritu. Despreocupados, optimistas y alegres de esa forma en la que ningún ciudadano de clase media de capital europea encontraría razones para serlo. Siempre canto, baile y sonrisas, a pesar de que entre todos los hombres que surgen en pantalla, sea en planos robados o pequeños cameos, no sumen una dentadura completa. Es esa Georgia de extrarradio deprimida solo de bolsillo, ahí donde no hay dinero pero tampoco pañuelo para llorar pena alguna. Un retrato urbano que tal vez sea extensible a gran parte del resto de la capital y del país, vista la Tiflis que asoma en la lejanía, por la periferia de la periferia, es decir, por el centro. No se intuyen muchas diferencias. Quizás el caleidoscopio social que hace de su país el joven cineasta resulte más representativo de lo que cabría esperar. Su nombre es Tato Kotetishvili y firma esta, su ópera prima, con solo 37 años y un presupuesto ínfimo, realizando las labores de dirección, guion, fotografía y producción.

La película está rodada al completo usando planos fijos en un formato 4:3 que ayuda al encanto y a la composición del frame, encuadre donde cabe todo tipo de elementos extravagantes y horteras, en especial cuando visitamos a vecinos con esa clase de síndrome de Diógenes tan común en personas que no tienen mucho pero que atesoran lo poco que tienen y todo aquello que encuentran. En algunos pasajes del film el realizador podría pasar por un reverso obrero de Wes Anderson, por esos planos cenitales llenos de objetos que configuran esa especie de bodegones de cajón volcado, salvo que allí donde Anderson pone orden y armonía cromática, aquí resulta caos y vida urbana; abalorios en una manta en el suelo de un mercadillo ambulante o una comida improvisada sobre un capó sucio.

Algo de Kaurismäki también hay en esa búsqueda de amor por parte de gente sencilla que se da en el último tramo de la obra, sin olvidar ese humor sin estridencias, más natural incluso que el del finlandés, comedia que surge sin pretenderlo, de la que se puede encontrar ahí fuera sin buscar demasiado, solo con observar, solo con estar. Solo con vivir.

Me arriesgo a decir que hasta algo de los hermanos Safdie (si estuviesen bajo los efectos de un potente sedante) puede rastrearse en Holy Electricity, por aquello de filmar a pie de calle, sin permisos, solo realidad y conciencia social, a la vieja usanza. Sea como fuere, el primer largo de Tato Kotetishvili tiene una gracia peculiar, suficiente valor cinematográfico y un mérito indiscutible: el de hacer una película callejera sobre vendedores ambulantes de cruces de neón grabada en Georgia con tres duros y un toque punk. Si esto no es cine independiente, que baje Cassavetes y lo vea.

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