“Si quieres que la gente te escuche, ya no basta con darle una palmadita en la espalda. Tienes que usar un mazo de hierro. Solo así se consigue una atención absoluta.”
John Doe
Son palabras de un personaje siniestro, pero también es la advertencia implícita de un joven y brillante realizador. David Fincher nos avisa. Lleva haciéndolo con sutileza durante todo el metraje de la película. Pero nada podría habernos preparado para lo que está por acontecer. De hecho, veinte años después, el golpe del mazo aún resuena en el cine actual. Aún lo sentimos.
Y seguimos atentos.
* El siguiente texto incluye detalles relevantes de la trama y del final de Se7en *
En el vehículo hay tres ocupantes. En la parte delantera, la pareja de detectives: Somerset y Mills. La calma al volante y el nervio de copiloto. En el asiento trasero, el asesino en serie: John Doe. El vehículo sube la pequeña rampa de un garaje subterráneo y atraviesa una salida luminosa, primer contraste de luz que apunta el cambio inminente. Vamos a abandonar la ciudad por primera vez. Dejaremos atrás la putrefacta sinestesia de la urbe: olores afilados, grises sordos, gritos evaporados y malolientes. Edificios que se antojan tumbas verticales arropadas día y noche por un manto de lluvia, mortaja de lágrimas ácidas. Toda una s(u/o)ciedad moderna, tétrica en la persistencia de sus pecados. Así lo percibe John Doe, así lo percibe el viejo detective Somerset y así lo percibimos nosotros, ahora a vista de pájaro mientras seguimos desde el helicóptero las maniobras que efectúa el coche sobre el asfalto mojado. El recorrido nos lleva hasta un panel de tráfico que anuncia los límites de la ciudad. Continuamos. De eso va todo en esta película, de sobrepasar los límites.
La luz ya ha cambiado. Planos de un cielo azul y despejado. Un tímido brillo solar esmalta coche y paisaje en el atardecer de las afueras, y ya es más luz natural que toda la vista con anterioridad en ese lugar donde el sol parece proscrito.
Los tres personajes se conducen a un juicio. Un juicio final. Cada uno se juzgará a sí mismo actuando de juez, jurado y verdugo.
Nos situamos en el interior del vehículo. La reflexiva conversación a tres bandas comienza con la única pregunta posible, la más obvia, la que ha intrigado al espectador durante toda la historia, zarandeándole moralmente entre la fascinación y el terror más primigenio: “¿Quién eres, John? ¿Quién eres en realidad?” El veterano policía encarnado por Morgan Freeman, a pesar de llevar toda una vida rodeado del sinsentido criminal, aún pretende comprender. Por encima del hastío, de la resignación. Busca la respuesta en la imagen enjaulada del retrovisor, como no podía ser de otra forma; a su edad, con la mirada al frente ya no se ve capaz de encontrar gran cosa. “No importa quién soy. Eso no significa nada”, le responde el asesino. Las palabras parecen coherentes en boca de alguien que se llama a sí mismo Juan Nadie o Don Nadie (depende del traductor), nombre que reciben en la morgue los cadáveres sin identificar. Quiere presentarse como un pecador más, uno de tantos, cuyo destino será implacable, inexorable. Sí, lleva haciéndolo con sutileza durante todo el metraje de la película.
Durante el diálogo, la cámara se sitúa principalmente en las tres posiciones de los protagonistas, triangulando perspectivas, encuadres tatuados en muchas ocasiones con la verja metálica de seguridad que aísla al preso. En otros momentos, la lente pivota sobre el baricentro del triángulo, sobre todo cuando apunta atrás y centra el rostro de John Doe, o cuando acude al retrovisor a la caza de ese detalle volátil que revele la intención o el sentimiento. Una mirada lúcida, una sonrisa lisiada. Ambas expresiones faciales son reveladas por el retrovisor con especial significado durante uno de los momentos álgidos de la conversación, cuando John Doe sube el tono y pincha al visceral detective Mills hasta que salta y pierde la compostura.
A diferencia de la reacción del personaje de Brad Pitt, la acción del psicópata está calculada, como todo en su obra. El azar no tiene ni tendrá cabida. La única intención del asesino es comprobar su arma. Así de simple. Igual que los detectives revisaron tambor y cargador de sus respectivas pistolas antes de empezar el viaje, John Doe revisa cuán afilada está la hoja de la navaja que va a usar en su suicidio. Resulta doblemente curioso el hecho de que sondear el estado de ánimo de un hombre equivalga a comprobar la validez de un arma y que además esta arma represente un instrumento suicida. Pero así es. El pequeño brote de ira es el destello de un peligroso filo de acero, de un arma emocional. Conforme, John Doe sonríe. Y durante unos instantes, el silencio. Como diría el malogrado Joker de Ledger: “Nadie dice nada porque todo va según lo previsto”.
La sensación eriza el ambiente, e incluso los policías lo asumen. El foco está sobre ellos, tan cerca del final de la función, y desconocen por completo el guión que les toca interpretar. Somerset, por un momento al margen de la discusión, trata de analizar lo sucedido con la inteligencia que le caracteriza, pero ninguna imaginación puede adelantarse a iluminar los retorcidos virajes de un plan tan perfecto como enfermo. La contradicción del artista cruzada con la firmeza del fanático. En esencia, quizás eso sea lo único que Somerset es capaz de ahondar en el asesino a través de su mirada al retrovisor. Mirada que le es devuelta por John Doe durante unas décimas de segundo mientras está dirigiéndose con falso fervor a su joven compañero, unos ojos gélidos que se desvían a izquierda mientras mandan un mensaje verbal a la derecha. Un detalle fugaz pero significativo a la hora de comprender la naturaleza de su intervención. Después continúa relamiendo en silencio su secreto como si lo tuviera servido en cucurucho.
Somerset observa a su compañero tras el estallido. Nos evoca de forma silente las palabras que le dedicara con anterioridad en un pasillo lúgubre de un edificio a medio desmoronar: “Es increíble contemplar a alguien que se alimenta de sus emociones”. De todo lo que sucede, el veterano detective sabe que se le escapa algo. Como he dicho, el impulsivo Mills también se sabe un ignorante, pero él tiene otro carácter y otra forma de esperar la sorpresa. Mientras que el viejo escucha y razona para sus adentros, conduciendo con suavidad, el joven se revuelve en el asiento y se muestra confiado, arrogante, cómodo en su ilusoria posición de ventaja.
La conversación de carretera llega a su fin. Un interrogatorio atípico donde los haya. La pareja de detectives, Somerset en especial, ha procurado colocar al sociópata entre la espada y el espejo, lo que siempre resulta mucho peor que estar entre la espada y la pared. Sin embargo, no han sacado nada en limpio. John Doe ha mellado la espada y se ha reconocido con cierto agrado en el reflejo deforme del espejo. Con voz átona, avisa del lugar exacto donde se dirigen, próximo en el paisaje. Los caminos del señor puede que sean inescrutables, según afirma su personaje, pero el camino que ellos siguen, esa carretera polvorienta y serpentina que parece trazada por una víbora desquiciada por su propio cascabel, se monitoriza con facilidad desde el helicóptero de apoyo. Los planos aéreos nos permiten contemplar la localización y apreciar mejor los cambios drásticos que Fincher reservaba para su final. Se cambia la sucia oscuridad por la honestidad de la luz, los decorados sobrecargados y oclusivos por un escenario abierto y minimalista en la puesta en escena. Un sitio casi onírico donde ya solo cuentan los personajes y sus crueles destinos. La localización representa una especie de limbo. No en vano, el limbo es el lugar donde el pecador original espera su juicio final.
Se nos muestra el lugar desde otro ángulo, un plano general tomado desde tierra, apuntalada la tensión creciente con la venosa partitura de Howard Shore y con el sonido de aspas en rotación, banda sonora y efecto de sonido irrumpiendo de forma gradual, en los instantes oportunos. Contemplamos el extenso descampado pintado de esa tonalidad mirra que caracteriza desde un inicio la prodigiosa firma visual del director de Denver. Todo un otoño aplastado contra el suelo y marcado por la cicatriz mal suturada de la carretera y por numerosas torres de alta tensión, figuras cuya presencia resulta idónea: nombre acertadísimo en un final de thriller como el que nos (pre)ocupa y una función destacada tanto en lo alegórico como en lo práctico. Son gigantes imaginarios sin Quijote, pero a un tiempo se erigen como útiles espantapájaros de metal al servicio de una mente maestra que mantiene su jaque mate oculto bajo una maraña de sospechas cruzadas, idéntica a la maraña de cables eléctricos que mantiene alejado al helicóptero de las fuerzas especiales. Ya lo confirma el piloto: “Es imposible aterrizar ahí abajo”. John Doe no da una puntada sin hilo, lo hemos reconocido.
Una caravana abandonada y un coche desguazado a mordiscos de viento y herrumbre. Aparte de un perro muerto frente al vehículo policial ya detenido, esos son los únicos vestigios de (in)civilización. Sin casualidades, son las siete de la tarde del séptimo día. Y “está cerca”, por supuesto. El asesino en serie les guía, alejándose deliberadamente de la carretera y adentrándose en el paraje a paso corto de grillete, en ese oropel acentuado por un sol marchito en su crepúsculo, imágenes pictóricas dignas de una especie de Hopper con ramalazo paisajista. El verdadero propósito es separar a la pareja de detectives en el momento clave, dentro de apenas unos instantes. Sin embargo, lo que se consigue transmitir es precisamente lo contrario. Nada puede pasar durante un paseo por un lugar desértico, expuesto y sin posibilidad de emboscada. Es el mago que se sube las mangas para decirnos que no hay truco justo antes de realizarlo en nuestra cara. Sin trampa ni cartón. Bueno, en realidad de lo segundo sí va a haber. De inmediato y manchado de sangre.
Una furgoneta vainilla se aproxima carretera abajo desde el norte, como la bola que viene rodando a derribar todos los bolos. Porque la furgoneta trae el desenlace dentro de una caja.
Somerset corre a interceptar el vehículo desconocido. Lo logra con un disparo al aire de su calibre 38, revólver setentero de cañón medio y resalte inferior que a continuación apunta en dirección al conductor de la furgoneta. Parapetado de pie tras la puerta del coche, con su peculiar sombrero bien calado, le pide al hombre a voz en grito que salga y se muestre. El tipo obedece, asustado. Confiesa ser un simple mensajero que viene a entregar un paquete para el detective David Mills. Mientras ocurre todo esto, John Doe también empieza una confesión. Admite que le agrada quedarse a solas con Mills y comienza a relatarle al joven detective su intento fracasado de actuar como una persona corriente. De momento, el detective lo ignora, o lo manda callar de malos modos, en el mejor de los casos. Se intercalan imágenes de los tres protagonistas con un montaje más rítmico, haciéndose cada vez más evidente el in crecento en el que ya estamos sumidos. Los planos son contrapicados, por lo general. En ellos se nos encuadra la media silueta de los personajes acrecentada y recortada sobre un cielo despejado que sin embargo se granula y se apaga minuto a minuto. El personaje aislado en sus decisiones, en su juicio. Detrás, tan solo un fondo vacío, en alguna ocasión un cable eléctrico o el brazo metálico de uno de los enormes espantapájaros. El minimalismo teatral al que aludíamos. El minimalismo de un teatro de marionetas.
La elección del contrapicado no solo es genial desde este punto de vista, además nos permite estar cerca de la caja, flotando sobre ella y mirando hacia arriba, hacia el rostro indeciso de Morgan Freeman. La virulencia de nuestra curiosidad ya está en una fase incurable.
Entonces el detective se decide.
Va a abrirla.
Libera con un chasquido la hoja de su navaja automática, esa navaja clásica que acostumbra a lanzar contra una diana una y otra vez para matar el insomnio, detalle de esos que rubrican un personaje y le vuelven singular a nuestros ojos.
Corta el precinto y…
… abre la caja.
Se aparta al instante con una exhalación brusca y gutural.
En su rostro, un rictus de espanto que se tuerce a medida que encaja, que asimila. Todo ocurre en silencio, pero estamos a punto de escuchar la voz del coronel Kurtz elevándose en un susurro cacofónico: “El horror. El horror…” Jamás ha habido mejor representación de una caja de Pandora.
Somerset sigue petrificado, su mirada raptada abajo. Su razonamiento en metástasis. Nunca vemos lo que hay en la caja. No hace falta. De esta forma, el calado emocional es aún mayor, ya que la angustia se estira con la intriga. Hitchcock estaría más que complacido, pero, maestro o no en estas lindes, al igual que a nosotros, a estas alturas ya no le quedarían uñas.
De repente, acordes tensionales rasgan el silencio. Aceleración en el cambio de planos. Se combinan planos cenitales desde el helicóptero con planos contrapicados con mayor contraste que en minutos anteriores. Somerset grita y corre de regreso. El titiritero permanece arrodillado. El sol se pone detrás de su cráneo calvo y le coloca una aureola de lo más profana.
Aunque Somerset se dé prisa, en lo más interno de su fuero debe saber que procura evitar lo inevitable. Antes de que llegue hasta ellos, John Doe por fin consigue acaparar toda la atención de Mills. El mazo esta vez ha sido una sola palabra: esposa. Le ha dicho que le envidia, tratando de confesar su pecado, pero ha tenido que mentar a Tracy para que el detective y marido se diera la vuelta y le mirase con gesto contraído. Somerset sigue gritando en la lejanía: “¡Mills, suelta el arma! ¡Suelta el arma!” Como una buena conciencia que llega tarde, el ángel fuera de tiempo que al posarse encuentra un acantilado en lugar de un hombro.
“Esta mañana he hecho una visita a tu casa, después de que te fueras. Quería hacer el papel de marido y degustar la vida de un hombre sencillo. No lo he conseguido así que me he llevado un recuerdo: su hermosa cabeza.” Mills no puede dar crédito a lo que oye y le pregunta a su compañero, quien es incapaz de dar explicación. Le pide de nuevo que suelte la pistola mientras Brad Pitt, a consecuencia de los nervios y el miedo, pregunta con inflexiones de voz magistrales y sobrecogedoras: “¿What’s in the box? ¿What’s in the fucking box?”. Líneas de diálogo que ya entonces estaban haciendo leyenda en el séptimo arte.
John Doe, entretanto, confiesa que su pecado es la envidia y alienta sin elevar el tono de voz para que se culmine su obra macabra, todo templanza inhumana. “Conviértete en ira”, le dice con pausa a su marioneta en la versión original. Mills, el inesperado séptimo y último pecador se contiene a duras penas, deambulando contrariado de un lado para otro y sin querer creerse una verdad que le despedazaría: “Dime que no es cierto”. Somerset no puede atender el ruego. Ni tiene fuerzas ni desea el final inminente que pende de un hilo corroído por la ira. Lo más cerca que Somerset está de confirmarle a su compañero sus terribles temores es cuando dice: “Si le matas, habrá vencido”. Es suficiente. Ni siquiera habría sido necesario ser detective para deducir la respuesta soterrada. Mills ahora lo sabe con seguridad y suelta alaridos roncos con el estómago revuelto. Y por si el impacto no fuera ya demoledor en personaje y espectadores, sale a colación el embarazo de la víctima, circunstancia que resulta desconocida para el detective atormentado. Somerset se lamenta tras abofetear tarde al asesino, quien disfruta del efecto añadido, del todo inesperado, lo que se aprecia en el sublime y sutil cambio facial que se produce en la cara de Kevin Spacey, siempre en calma.
A diferencia de John Doe, Mills es todo dolor. Su cara no puede ser sutil cuando es recorrida por una cabalgata de emociones. Sin duda, el mejor momento interpretativo del actor y uno de los mejores de siempre. Un pulso meteorítico consigo mismo. Determinación y flaqueza bailando sobre el filo de la navaja, la navaja de la venganza. La navaja de John Doe.
Mills, con los ojos empañados, se pliega por la cintura como una tumbona en un huracán. No puede soportar ese apretón de las entrañas, intestinos que buscan su cuello e intentan ahorcarle desde dentro. Finalmente, un plano centella que podemos perdernos al parpadear, un frame que se cuela desteñido y que muestra la mirada limpia e inocente de su esposa perdida, será la fusta.
Empuña el arma de forma académica.
Da dos pasos al frente.
El asesino cierra los ojos a cámara lenta, con toda la trascendencia de su sacrificada victoria.
El plano se aleja, regresa un instante para enfocar de cerca la corredera del arma al apretar el gatillo y se vuelve a alejar cuando se produce el disparo. El hombre arrodillado muere con un estornudo bermejo que queda flotando en el aire.
En trance, el detective apunta hacia abajo, hacia donde estamos situados nosotros en la piel del pecador que nos representa como pecadores, perspectiva de un muerto captada por una cámara que no pestañea ni hace temblar el contrapicado cuando es rematada. Apenas completado el movimiento, Mills dispara cinco veces más, ya desprovisto de técnica, desprovisto de sí mismo. La pistola sujeta de forma precaria. Como la sujetaría una marioneta. Un títere que pierde los hilos que le conectan a su ficción y arremete contra el titiritero que le muestra la dura realidad.
Seis disparos, seis puntos finales.
Somerset queda a espalda del tirador, cabizbajo e impotente. Derrotado. No mueve un músculo. Mills levanta la cabeza y mira al frente, para él un lugar vacío, difícilmente reconocible. Amputado de futuro. No se dirigen palabra alguna. Direcciones contrarias. El cambio de tornas escenificado en un plano medio.
A través de los prismáticos del miembro del cuerpo de élite subido en el helicóptero, vemos cómo Mills se aleja solo de la escena del crimen.
Llega la noche, con ese último naranja amargo y mal exprimido. El sol desangrándose a su manera detrás de las colinas lejanas. Un primer plano de Mills dentro de un coche policial. En esta ocasión, en la parte trasera. Sigue en estado de shock, ausente. Luces rojas y azules giran para arañar la oscuridad de los privilegiados; sirenas resuenan para despejar el camino de aquel que tiene reservado otro tipo de oscuridad. El comisario, presente junto a Somerset, le pregunta: “¿Tú dónde estarás?”. A lo que el veterano policía contesta: “Por aquí. Estaré por aquí”. Es la penitencia que se impone, el veredicto en su juicio personal. Seguirá en la brecha. Se culmina así la conversión de los detectives, el intercambio de gabardinas ideológicas.
En ese desierto de moral, dos figuras oscuras rompen la línea del horizonte trazada por el sol tímido y sangrante. Y la voz en off de Somerset pone el broche perfecto al despedirse mediante la cita de un bregador nato:
“Hemingway dijo una vez: El mundo es un buen lugar por el que merece la pena luchar. Estoy de acuerdo con la segunda parte.”
Fundido a negro.
Sonido de aspas de helicóptero que nos sobrevuela y se aleja.
Títulos de crédito surgidos de forma inversa.
David Fincher alucinó cuando leyó el guión de Se7en, más de dos décadas atrás. Distinguió enseguida un policiaco diferente, nunca visto. Y sobre todo, proyectó en su mente creativa un final sin parangón, un desenlace brillante, sombrío y perturbador que conmocionaría al mundo. Para su desgracia, en uno de esos benditos errores de la maquinaria cinematográfica, le habían pasado el guión equivocado, el texto sin las correcciones. En la última versión, la productora no contemplaba un final tan arriesgado y transgresor y recurría a los tópicos del género. El director, con el apoyo de los actores, pelea y consigue salirse con la suya. En el libreto que acompaña la edición del blu-ray en España se recogen las palabras que Fincher le dirigió a uno de los productores: “Muchos años después de que todos nos hayamos ido, en cincuenta o sesenta años, un montón de veinteañeros estarán en un cóctel y discutirán la película que vieron de madrugada la noche anterior y uno de ellos dirá: No recuerdo el nombre del actor pero es esa peli en la que la furgoneta llega al final y el tío tiene la cabeza en la caja. La peli de la cabeza en la caja”.
En muchos aspectos, Se7en resultó pionera, fundacional. Marcó un antes y un después en la madurez y el riesgo que es capaz de tomar la industria del cine hollywoodiense, un antes y un después en el neo noir (o thriller, a secas). Es la mejor película sobre asesinos en serie jamás filmada, y quizás nunca veamos nada nuevo a su altura.
Por su terrible impacto, por cerrar de manera perfecta el complejo centiedro de la trama.
Por su fotografía, por su sonido.
Por las interpretaciones, por el montaje.
Por la localización, por el guión original.
Por su estilo propio, por el juicio moral.
Por la dirección, por el simbolismo.
Por la valentía, por un cúmulo inaudito de aciertos artísticos.
Por revolvernos el estómago y ponernos los pelos de punta cada vez que lo vemos, no importa cuantas veces sea.
Por todo ello y por mucho más, el final de Se7en se eleva sobre el resto y se convierte en el mejor final de película de todos los tiempos.
Parafraseando a John Doe, y escurriendo bajo su piel a un Fincher que es todo virtuosismo y capacidad visionaria ya en 1995: “… esa es la cuestión. Vemos un final mediocre en cada película, en cada pantalla, y lo toleramos. Lo toleramos porque es común, es trivial. Lo toleramos mañana, tarde y noche. Pues se acabó. Estoy dando ejemplo. Y lo que he hecho intentarán comprenderlo, será estudiado y seguido… por siempre”.
XH O XB
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