Al menos a mí me lo parece.
Por la calidad, por la variedad. Por los cineastas que han estrenado, por la acogida de crítica y público que han tenido las obras. Por los premios recibidos. Por todo. Este es el mejor año que ha tenido el cine español. Y me pronuncio sin haber visto aún toda la muestra, películas cuyo nivel anticipo por los aplausos lejanos: El agua, Girasoles silvestres, Cerdita, La consagración de la primavera, La maternal, Mantícora… Pero he visto suficiente. De hecho, subrayaría mis palabras si solo hubiese visto Alcarrás, Cinco lobitos, As bestas y Modelo 77. La ganadora del festival de Berlín, la de Málaga, la de Tokyo y una película de Alberto Rodríguez: un póker imbatible.
El convencimiento me alcanzó abandonando la butaca 5 de la fila 8 de la sala pequeña donde se proyectaba la última película de Sorogoyen. Qué película te salió, cabrón. No voy a esperar, con el ardor que se queda tras su visionado lo digo: en la filmografía nacional, As bestas solo tiene por delante La isla mínima, si acaso también El reino (que es del mismo príncipe), y que me perdonen Buñuel, Germán Areta “El piojo”, Malamadre y aquel ciclista que atropelló Lucía Bosé por orden de un Bardem. La película del director madrileño aúna y exhibe tantas virtudes que apabulla. La cámara se muestra tan natural como el entorno, esa Galicia verde a la vez tan ruda y tan frágil. La lente se desplaza cuando debe hacerlo, se enrosca entre unos jugadores de dominó como una culebra llena de veleno, toma distancia para mostrar el tamaño del sacrificio que supone arar la tierra y dedicarse al campo, y se queda quieta, como queriendo pasar inadvertida, durante las afiladas y antológicas discusiones que establecen los protagonistas. Todo ello sin contar la forma poética que tiene de enseñarnos al comienzo de la obra a los aloitadores sometiendo en brega a caballos salvajes, la rapa das bestas, una tradición, como tantas otras del norte, abocada al olvido. En cambio, lo que sin duda se antoja inolvidable es el modo brutal y angustioso que tiene el realizador de filmar el clímax, de inmiscuirnos y hacernos cómplices de la mejor lucha cuerpo a cuerpo que se recuerda por esta península cinematográfica, una escena cumbre que rubrica el carácter alusivo del título y de esos primeros fotogramas.
Aparte de la pericia del manejo de cámara, la impecable selección de encuadres y la fabulosa fotografía, en el apartado técnico también cabe destacar la banda sonora. De pentagrama dosificado, la música se usa de forma maestra para anticipar la tensión en planos y secuencias transitorios, poco relevantes, pero antesala de las escenas capitales, dejando dichos momentos clave sin el recurso fácil de una percusión y unas cuerdas para tañer latidos, dejando que el énfasis lo ponga un silencio a medio desbrozar, ese silencio de montaña que provoca más guardia que descanso. Si a este silencio enrarecido le sumas un Luis Zahera en su mejor actuación hasta la fecha, tienes a un público pétreo, acojonado y con risa nerviosa durante más de dos horas de metraje. Tanto su actuación como la de Denis Ménochet merecen el mismo calificativo que el comportamiento de sus personajes: bestial. Las intérpretes femeninas también están sublimes, sobre todo Marina Foïs en el sobrecogedor tramo final, pero Sorogoyen quiere que la bestialidad solo asome a través de los hombres, mientras que la razón, como tantas otras veces, provenga de las mujeres. Así lanza un grito sordo de género, a un tiempo que retrata una violencia ancestral, casi bíblica, la que enfrenta al hombre sin esperanza con el hombre esperanzado. El vecino siendo lobo para el vecino. Peckinpah, reconociéndola superior a la suya, hubiera titulado la película Lobos de paja.
Lo más fascinante es que este no es el único tema que aborda la obra mientras avanza y nos emociona la tragedia rural, su médula narrativa. Sorogoyen e Isabel Peña (bendito tándem creativo, ya a la altura del Rodríguez-Cobos) encuentra tiempo y escena para reflejar con brillantez el problema de la España vacía, el componente invasivo de ciertas empresas extranjeras, la xenofobia que se enraíza en el terruño y casi nunca se ve, incluso el choque generacional que se llega a dar en estos días entre una madre y una hija, entre un estilo de vida que se pierde y otro que se busca pero no se encuentra. Los largos y ascendentes diálogos del guion permiten que estos conflictos calen de verdad en el espectador, algo que el cine moderno ya rara vez se permite, por desgracia. Aunque no estoy aquí para hablar con lamento, sino para hablar de la suerte. De la suerte de haber tenido este año en el cine español una cosecha que ya habría querido para sí la buena gente de esa Alcarrás agraria y memorable. El mérito se lo reparten directores jóvenes y valientes y algún veterano condecorado, actores y actrices que ya no se asocian a una polvorienta escuela castellana, directores de fotografía que arriesgan y guionistas con un alijo de ideas y verdades; en la industria del cine español, este año todo el mundo parece haber estado bestial. As bestas, carallo.
XH o XB
P.D: La película de Rodrigo Sorogoyen, además del mencionado galardón en Tokio, obtuvo el de mejor director y mejor actor en el certamen nipón, el premio del público en San Sebastián, lleva cerca de medio millón de espectadores solo en Francia y, a día de hoy, atesora un 7,9 en Filmaffinity, lo que la sitúa la séptima mejor película española de la Historia y la mejor película del 2022 en el ránking absoluto, la número uno de este año. Las cifras no siempre son indicadores fiables en términos de calidad artística, más bien lo contrario, pero As bestas es una de esas excepciones. Una excepción colosal.