Acerca de Katie says goodbye ∫ Wayne Roberts USA – 2017
Sección oficial del 17º FICLPGC
¿Y por qué no os largáis?
No por falta de ganas. No hay una jaula, hay espacio. Eso es lo peor. Es demasiado grande. Para salir hace falta mucho impulso.
El salario del miedo, 1953
H.C. Clouzot
Hace apenas tres días me preguntaron en un congreso: ¿A qué huele la solidaridad? Sin pensarlo, mi contesta fue: A tierra seca. El razonamiento llegó después y encontré las razones para haber dado esa respuesta refleja. Horas más tarde veía la película Katie says goodbye en el teatro Pérez Galdós tras el acto inaugural del Festival Internacional de cine Las Palmas de Gran Canaria. Y juro que desde entonces me cuestiono mi respuesta a aquella pregunta. No sé si reafirmarme en mis palabras o dejar que alguna corriente de aire desértico las esparza bien lejos, por toda esa América profunda y olvidada que bien pudiera estar en desacuerdo.
La solidaridad en la pequeña y pobre Arizona de Wayne Roberts es una rara avis con sueños elevados pero vuelos cortos y rasantes. Responde al nombre de Katie. Y lo cierto es que responde a menudo. Katie es camarera de un restaurante de carretera que aún no ha cumplido la mayoría de edad, una chica entregada a los demás en todo momento y en todos los sentidos, ya sea en el interior de un coche ejerciendo de prostituta tan barata como amable, o cuando consuela y se responsabiliza de su madre, espejo empañado y desagradecido donde reflejarse de soslayo desde la infancia. Katie parece poseer la única sonrisa que se recorta en la nada. Su aferrada inocencia tiene el color rosa pálido de su uniforme; su sueño de largarse a San Francisco, el verde traicionero de las propinas. El personaje está interpretado de forma impactante por esa joven actriz llamada Olivia Cooke, aquella «dying girl» de la película de Alfonso Gómez-Rejón que aquí, sin “me” y sin “Earl”, parece encontrar nuevas formas de seguir muriendo en vida. Quizás más habituales, por desgracia. Quizás más dolorosas, quién sabe.
Katie se siente prácticamente bendecida cuando se topa con Bruno, un ex convicto que llega nuevo al pueblo y comienza a trabajar en un taller. Para ella, el flechazo será inmediato, aunque más que de un Cupido al uso, por aquellas tierras la flecha debe haber sido disparada por el espíritu de algún indio cherokee solicitado para la causa, por infrecuente. Respecto al mecánico, está encarnado por Christopher Abbot, un actor con un increíble parecido físico con Kit Harrington que se deja ver mucho últimamente en el Indie Norteamericano, gran parte de las veces con caracterizaciones similares, sirva de ejemplo James White (2015) o Martha Marcy May Marlene (2011). Para la película que nos ocupa, sus ojos debieron arrebatarle cualquier posibilidad al resto de candidatos al casting. Resultan idóneos para el papel. Tiene los ojos negros y penetrantes como pozos petroleros, con la sensación de estar siempre a un solo encendido de zippo de saltar por los aires. Su mirada transmite esa calma salvaje tan engañosa al tiempo que nos chiva el estado permanente de arrinconamiento que sufre el protagonista masculino en la historia. Se arrincona en el pasado y en sí mismo; los únicos rincones en un desierto.
A pesar de su carácter, o puede que a causa de, Katie se enamora y lo convierte en su primer amor. A partir de este punto de la historia todo se complica aún más si cabe para ella. Notará las dentelladas secas de la miseria como jamás imaginó que sería posible, sencillamente porque ignoraba un hecho cruel: de la nada solo se puede esperar la nada. Al final, ella misma estirará los brazos hacia el fondo, para al menos alcanzar algo. Para dejar de dar brazadas en arena sin orilla, para dejar de dar brazadas a través de ventanilla. Para encontrar la liberación.
Únicamente cuando se pierde todo somos libres para actuar
El club de la lucha, 1999
David Fincher
Los acontecimientos que se concatenan en la trama resultan bastante predecibles desde el comienzo, pero eso no le resta pegada a la obra. La fotografía se aprovecha con acierto de la bella luz natural de un sol fronterizo. Se abre campo para mostrar el paisaje de la nada y se encierra a los protagonistas con primeros planos. Se coloca un tren de vagones de colores a modo de cenefa en el horizonte para inflar la falsa ilusión de la protagonista, de igual modo que se usan tonos pasteles para disimular la realidad del entorno: rosa pálido en uniformes, blanco en camisetas, rebecas y delantales, celeste en las puertas de motel. La violencia que importa en la película es la violencia interior, por eso cuando se desborda lo hace fuera de encuadre, nada explícito. Hay minimalismo en la puesta en escena, debido tanto a la escasez de recursos como al espíritu, esencia y propósito de la obra, todos ellos rasgos propios y tradicionales de su estirpe fílmica. Katie says goodbye es buen cine independiente americano, uno que Casavettes probablemente aplaudiría. Solo con cuatro o cinco aplausos sobrios, pero aplaudiría.
Y aplaudir fue precisamente lo que hizo el público tras su proyección en el pase inaugural, la mayoría contagiado por esa última sonrisa de Katie, quien se había dado cuenta por fin y por las malas de que el polvo pasa desapercibido en el rosa pálido.
La mayoría contagiado con el olor a tierra seca.
Contagiado de toda esa Valentía para el camino.
XH O XB