Crítica de Copenhagen does not exist
COPENHAGEN DOES NOT EXIST (København findes ikke)
2023 / Dinamarca / Martin Skovbjerg
Sección oficial
La reconstrucción del recuerdo y la búsqueda extrema de libertad como forma de antídoto social y sistémico son los dos grandes temas que aborda el film del danés Martin Skovbjerg. De lo primero se encarga el personaje principal, Sander. De lo segundo, su novia Ida, coprotagonista de la historia narrada en flashbacks. Sander la sigue hasta el límite, pero la determinación es de ella. Él será incapaz de apreciarlo, y se fustigará con preguntas acerca del romance, todo por no saber que en esos lindes que pisaron los últimos días que permanecieron juntos se entra en pareja, pero, al igual que en una revolución, siempre uno de los dos lo hace por la causa y el otro, por amor.
La película arranca con un Sander desubicado, que parece haber despertado de un sueño en mitad de Copenhague, donde todo le resulta ahora extraño y carente de significado, carente de realidad. Y descubriremos que lo que ha sucedido no dista mucho de ser así. En un deambular casi lobotómico le vemos entrar a una vivienda apenas amueblada del centro de la ciudad, acompañado por un joven que le explica características del piso y condiciones de su estancia, entre las que se encuentra la necesidad de cerrarle con llave la puerta principal durante los periodos de tiempo que Sander vaya a permanecer solo en la casa. No hay discrepancia alguna, solo una obediencia indiferente que nos hace preguntarnos la razón. La intriga ya está servida. Lo que el tono y las imágenes empezaban a lograr lo apuntala esta circunstancia extraña del comienzo de la trama. Sander tiene toda nuestra atención. Desde ese momento, nos quedaremos encerrados con él entre esas paredes y no las abandonaremos hasta el final de la obra. Nadie nos obliga, será el interés que suscita la historia, su tensión y el anzuelo afilado de sus incógnitas lo que nos retenga y nos mantenga en vilo durante los 98 minutos que dura la película más fascinante de cuantas compitieron este año por el Harimaguada de Oro.
Lo cierto es que Sander tampoco está obligado a quedarse en esas estancias. Ha accedido a ser interrogado por el padre de Ida tras su misteriosa desaparición. El protagonista necesita ese ejercicio de memoria para otorgarse a sí mismo la redención. El viejo lo necesita, más que para tratar de encontrar a una hija que en realidad perdió hace mucho, para encontrar el consuelo que le daría conocerla a destiempo a través de un tercero. El engaño les sirve a ambos. Y pocas cosas más engañosas que el recuerdo de un enamorado.
Angela Budalovic, la última musa de hielo del danés de referencia en la vanguardia cinematográfica (NWR), está brillante en el papel de Ida; ambigua, hermética y desconcertante desde su primera irrupción en pantalla. Enseguida percibimos que la dificultad que muestra a la hora de pronunciar sus primeras frases durante la escena en la que se conocen los protagonistas y futuros amantes tiene su ancla en un lugar más profundo que la timidez. Sus palabras tienen lastre en un lugar oscuro y resquebrajado, la misma cueva desde donde lanza todas sus miradas. Pero si sus palabras y sus ojos hablan por ella, sus silencios lo hacen aún más. Todo en Ida resulta tan imantado como insondable, pura neblina ferrugienta en la que uno se adentra en busca de la veta original sin mirar atrás, sin concebir el colapso de la cueva. Eso es exactamente lo que Sander hace y lo que Ida espera que haga, tal y como podemos reinterpretar la segunda vez que la película nos muestra la escena del primer encuentro, ya en el epílogo narrativo. En solo un minuto ella parece radiografiar el alma solitaria y torpe socialmente de ese chico que se le presenta a la salida de un cine y piensa que quizás, por fin, haya encontrado ese compañero con el que llegar hasta el mismísimo final, alguien que se va a sentir socorrido al socorrer. Alguien que ya se encuentra a la deriva y a quien hundirse junto a una persona amada se le puede llegar a antojar una forma aceptable de acabar con el naufragio. Ella no se equivoca calando al desconocido, ya que Sander termina siendo la clase de romántico de novela de época que se entregue de un modo absoluto, sin reservas, sin interferencias ni interacciones con el mundo, al que le baste y le sobre con el nihilismo compartido y su mera compañía. En otras palabras, un hombre que la ame con una fe y una fidelidad que traspase la piel, por motivos que están más allá del amor. En esencia, del modo bonzo y trascendental que ella piensa hacerlo.
La relación la revivimos mediante los recuerdos que Sander rescata a partir de las preguntas del padre de Ida, con predominancia del plano detalle dentro de un despliegue fotográfico digno de mención, especialmente reseñable el uso del color y del rojo, en particular. A medida que avanza el metraje y conocemos el romance de esa pareja de inadaptados a quienes el sistema y la s(o/u)ciedad ha descartado, nos vamos percatando del cariz terminal que va tomando la relación. A pesar de ser conscientes de ello, la incertidumbre acerca de lo acontecido se mantiene hasta el desenlace. Parte del mérito del suspense recae en el montaje, porque no es fácil rehacer un espejo esquirla a esquirla para que desvele la imagen justo cuando se pretende, y eso es lo que se logra aquí alternando pasado y presente. Otra parte de culpa en los logros la tiene el excelente trabajo actoral de ese trípode Sander-Ida-padre de Ida sobre el que se sostiene y se eleva el argumento. Pero lo cierto es que la película no alcanzaría el magnetismo que posee sin su mejor baza: el guion. Se trata de un libreto complejo que sabe dosificar la información que revela para que sintamos curiosidad y aventuremos aspectos de la trama por nosotros mismos, lo que es clave en términos de interés y suspense. Aparte, retuerce de un modo sutil el perfil de los personajes para otorgarles identidad con la suficiencia de un puñado de matices escritos a un tiempo que les coloca un halo con forma de interrogante. El responsable del guion es Eskil Vogt, nominado al Oscar por su trabajo en la magnífica La peor persona del mundo, lo que explica muchas cosas.
Viendo la película percibí reflejos fugaces de otras obras, evocaciones de secuencias y paralelismos bien de temática o bien de estilo que me vinieron a la mente, sin que ello restase un ápice de originalidad a una obra con un sello de autentificación incuestionable. Como las comparaciones son útiles además de odiosas, soltaré la metralla de títulos en los que pensé en algún momento: ¡Olvídate de mí!, Memento, Cold War, Lost in translation, El club de la lucha, Simpatía por Mr. Venganza, Stoker, París, Texas. A veces solo por un plano, otras veces por la esencia o el espíritu de una escena. Sin embargo, como he apuntado, la película de Martin Skovbjerg se distancia muchísimo en su conjunto de cualquiera de las mencionadas. Solo son referencias fantasmales, quizás tan poco fidedignas como los recuerdos del propio Sander.
Con relación a lo cual, para ir concluyendo, diré que en Copenhagen does not exist se quiere poner de manifiesto el valor de la reminiscencia y del relato, incluso cuando lo uno y lo otro resulte poco fiable. Se muestra el fuerte anhelo de evasión que pueden albergar aquellos alienados por la s(o/u)ciedad. Se filma esa clase de amor que no quiere saber nada para poder abarcarlo todo. Y principalmente, se interroga a la conciencia para reconstruir el recuerdo. Solo así alcanzan los tres personajes la ansiada liberación. Cada uno a su manera, pero eso sí, compartiendo el mismo aplauso unánime del público.