23º FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE LPGC: La memoria como cama de faquir

Crítica de Memory

 

MEMORY

2023 / México, USA / Michel Franco

Sección Panorama

La memoria es un tema fílmico recurrente en el festival de cine de Las Palmas de Gran Canaria. Algunas de las mejores películas que he podido ver en ediciones previas construyen su historia al desovillar memoria. Puedo poner de ejemplo la cautivadora Kaili blues (Bi Gan, 2015), o Copenhagen does not exist (Martin Skovbjerg, 2023), la película que más me gustó de cuantas tuve ocasión de ver en el certamen del año pasado. Memory, tal y como apunta a las claras el título, se adscribe a esta especie de subgénero, aunque lo hace más en contenido que en continente, ya que la continuidad de su historia solo permite la evocación mediante la palabra, nunca mediante la imagen. No hay un solo flashback en su metraje. Guionista y montador tiran de clasicismo en las formas, sabiendo que la crudeza de la trama no demanda piruetas técnicas, ni un solo efecto especial, ni siquiera banda sonora que arrope gesto o sentimiento. Únicamente un puñado de personajes complejos bien cincelados a martillazos por la vida y el potente hiperrealismo de sus encuentros y desencuentros. A Michel Franco no le hace falta mucho más para filmar y firmar un largometraje sobresaliente.

El director mejicano se vuelve a mostrar valiente con los aspectos sociales que dramatiza en su obra. Si bien en Nuevo Orden la denuncia era mucho más visceral y antisistema, aquí es más sorda y personal. Pero ambas obras, tanto la que le dio visibilidad al autor y que elegí entre mis preferidas de aquel año como la que nos ocupa, resultan perturbadoras para el espectador en el mejor sentido. En el sentido emocional.

Como reza la sinopsis oficial, en Memory la vida de Sylvia, una trabajadora social con una vida tranquila y ordenada, da un giro cuando se reencuentra con Saul en una reunión de antiguos alumnos del instituto. Sylvia es interpretada a nivel físico y psicológico de manera sublime por Jessica Chastain, en uno de esos papeles exigentes que criban a los verdaderos intérpretes de los que no lo son. Chastain ya ha demostrado muchas veces que pertenece al primer grupo, y en Memory nos recuerda (nunca mejor dicho) que es una de las mejores actrices de su generación. Se muestra sobrecogedora en cada plano, humana hasta lo insoportable. Su par protagonista es Peter Sarsgaard, quien se mete en la piel y las entrañas de Saul Saphiro para desnudarse en sentido literal y figurado ante nuestros ojos, con el afán de estar a la altura de la actriz californiana. Y lo consigue, vaya si lo consigue. Se trata de su mejor actuación hasta la fecha.

El resto del elenco también está de nota, empezando por esa actriz secundaria que siempre lo borda llamada Merritt Wever y acabando por la joven Brooke Timber en el papel de hija adolescente de Sylvia. La transparencia y la tímida luz de su personaje suponen un contrapunto necesario en la trama. En una película de actores, como las llaman, y Memory sin duda lo es, el casting es la única baza para el éxito. Si Memory funciona es gracias al excelente trabajo del reparto.

La película tiene gran profundidad psicológica y resulta inquietante en todo momento por el modo en el que se narran los acontecimientos, dosificando los secretos, inoculando suspense, dejando espacio al silencio, a la comprensión de la escena por parte del espectador. La obra tiene pegada porque lanza sus golpes desde la honestidad y la sencillez, en busca del flanco de la verdad más hiriente. Y ahí nos coge desprevenidos.

Esa franqueza también es visual, con encuadres de una ortodoxia maestra, a pesar de que en el frame tienen cabida detalles sutiles, elementos referenciales que enriquecen el (segundo) plano, la segunda mirada. Destacaría esa ventana hitchcockniana que por efecto de las cortinas y la iluminación toma un verde vaporoso y espectral, mesurado para que no sea muy evidente, pero confirmatorio cuando analizamos la escena desde el vértigo que produce toparse con un fantasma del pasado. Y aún mejor detalle sería el de ese antiguo reloj que colgado en la pared del fondo del salón asiste impertérrito a la escena cumbre de la película, la de mayor tensión y desgarro, la más teatral, esa en la que coinciden todos los protagonistas, principales y secundarios, y lo hace como uno más, con una presencia indiscutible, recordándonos que el tiempo no pasa del mismo modo para todos, recordándonos que la tragedia lo enquista y la felicidad lo acelera. Podemos imaginar el segundero de ese viejo y enorme reloj buscando en su movimiento de ruleta un culpable al que señalar.

Memory nos recuerda que el hierro candente que nos marca en la adolescencia suele dejar la cicatriz abierta, y que el que nos alcanza en la infancia nos deforma para siempre, más allá de la quemadura. Nos recuerda que el alcoholismo y la demencia pueden ser expresiones del trauma, formas que tenemos de seguir asomándonos bajo la cama en busca del monstruo, incluso en una cama de faquir, compartida por una mujer que pone los pinchos y un hombre que pone los huecos; por un hombre que no es capaz de recordar y una mujer que no puede dejar de hacerlo, por mucho que quiera. Un lecho idóneo para una mujer despedazada y un hombre que se está despedazando poco a poco. Y a los pies de la cama, una niña que no teme al monstruo y que trata de recoger los pedazos para recomponer a sus adultos. Porque en realidad la obra no se regodea en el sufrimiento. Memory también nos recuerda el valor de la empatía como herramienta social y familiar, el valor de la ternura como analgésico para el dolor, de tegumento para una sinergia de soledades. Memory nos recuerda el valor de un tipo de cine que hoy día parece abocado al olvido.

 

  •  
  •  
  •  
  •  
  •  
  •  
  •